Contexto sexo-cultural en el Porfiriato: la educación de género y masculinidad

Mauricio Zabalgoitia Herrera

Emily Chavez Rosas

 

Contexto sexo-cultural en el Porfiriato y las pugnas del liberalismo mexicano a finales del XIX 

Es bien sabido que Porfirio Díaz, una vez instalado en el poder y con el Porfiriato en marcha, se rodeó de trabajadores, tanto en su hogar como gobierno, criollos, blancos y reconocidos por su porte y elegancia. Algunos de ellos, incluso, miembros cercanos a la familia Iturbide. Guapos y sofisticados varones ligados a la realeza europea. Esta anécdota nos habla de no sólo de un complejo de clase por su condición de mestizo: español con mixteca, sino de un ideal de subjetividad/masculinidad propuesto por su proyecto liberal. A continuación haremos un recorrido por algunas novelas que durante la segunda mitad del siglo XIX mexicano, en el conocido como Porfiriato, se apresuraron a intentar solucionar un problema mayúsculo; uno de género.

Los aires de modernización, la paz bélica y el crecimiento económico trajeron consigo nuevas formas de “ser hombre”, y con ello, el peligro de una confusión de clases indeseable para el proyecto liberal. A grandes rasgos, y sea en su versión conservadora o radical, los hombres en posición de poder crearon mecanismos homosociales para situar a la mujer en un plano fuera de la administración de la nación y sus sujetos. Y los nuevos modelos de masculinidad, promovidos por el Porfiriato, fueron sancionados, reprobados y expuestos, pues el nuevo hombre mexicano debía ser comedido, áspero, sobrio… Y, sobre todo, parco y cuidadoso a la hora de mostrar sus sentimientos.

La literatura del Porfiriato más que entretener o dialogar con las literaturas del mundo –el romanticismo, naturalismo, modernismo— busca aleccionar y se convierte en un abierto instrumento de educación social y popular. En el seno específico del gobierno de Porfirio Díaz, cuando por instancias de él mismo la Ciudad de México debía parecerse a París, muchos hombres vieron en la instauración y reforzamiento de la homosociabilidad, así como en una negociación regulada de los sexos y sus funciones, la manera más segura de mantener sus poderes en la casa, calle, trabajo y gobierno. Ahora, cuando se habla de la construcción y puesta en marcha del proyecto nacional mexicano en su versión liberal, se suele hablar de política, pero no de género; como si este no fuera una cuestión de administración, de negociación, de construcción y control. Pero cuando uno observa las expresiones de cultura popular, la prensa, la publicidad, y también la literatura del XIX, se da cuenta de que de lo que en verdad hablan lo textos de ese tiempo es de hombres y mujeres. De qué eran –y podían ser—; y cuáles eran sus funciones, límites y capacidades en un mundo que, paradójicamente, les prometía libertad a la hora de confeccionarse como individuos.

La novela naciente, escrita por hombres –en su versión liberal radical o conservadora—, se convierte, pues, en un vehículo destacado para reforzar un ideal de masculinidad desde la posición del amo (criollo/criollo-mestizo), y apresurándose a nombrar un espectro de masculinidades desviadas, pervertidas, peligrosas. Mostrando, ante todo, su peligrosidad por poner en riesgo al sistema productivo de castas, oficios y clases. Por ello es que en el Porfiriato, en donde surgen catrines, dandis, pollos, lagartijos, coquetones y toda una serie de creaciones masculinas, se confecciona “a medida” un hombre mexicano; uno capaz de contener la suntuosidad y el ornamento. Discursos desde el cual se asegura que mujeres y hombres de “otras” clases se mantengan en su lugar.

El liberalismo y sus caras

Cuando se habla de liberalismo se piensa en un proyecto político-jurídico. Esta es la cara más conocida del proyecto liberal, y desde donde se establecen o negocian las consabidas “libertades”: constitucionales, civiles, de prensa/expresión, de nacionalidad; así como las cuestiones económicas acerca de los bienes, la propiedad, el librecambio. Visto así parece algo bueno, ¿no? En términos políticos, esto supuso la división de poderes, la “igualdad ante la ley” de los sujetos; la separación de la Iglesia y el Estado; entre otros.

Aparentemente, se trata de un movimiento que emerge en contra del absolutismo y despotismo de la monarquía; y en contra de los valores del Antiguo Régimen, en donde se había dado el paso del feudalismo al capitalismo, pero la burguesía se encontraba sin acceso a la clase dominante-política. Es aquí en donde la literatura se convierte en una tecnología de género; y por tanto de dominio, control y nación desde los bastiones criollo/criollo-mestizo y masculinos. No hay de otra, y así lo hacen ver sus enunciadores principales: escritores, pensadores, profesores, políticos.No sólo había que “hacer nación”; también había que “hacer” un heteroptariarcado mexicano a medida.Es un tiempo en el que a la mujer se le re-sitúa en una posición secundaria, desaventajada, periférica, pero pasada por el tamiz de un torniquete sin precedentes en los mundos hispánico-modernos: el del universalismo de género y el del individuo abstracto.

Participación de la novela conservadora de fin de siglo (XIX) en la configuración del sistema sexo/género mexicano y su papel como artefactos de educación social 

Como advierte la literatura, el destino del hombre mexicano era otro más allá de las narrativas del proyecto liberal, y de las oportunidades que trae el fin de siglo, en donde se presenta un mundo “único” de nuevas y muchas maneras de “ser hombre” en la Ciudad de México –el mundo rural es otro—. El proyecto prometía libertad para todos/as, igualdad para todos/as (un todos/as como medida única de cohesión y repetición nacional). Es así que la novela decimonónica, entonces, funciona a partir de una serie de tensiones de género.

La primera es la que se establece entre lo masculino y lo femenino, pero no ya sólo en términos ontológicos –el ser masculino y el ser femenino como esencias—. Sino en cuanto a qué debía hacer cada uno dentro del nuevo lazo social mexicano. Es decir, se trata de un tiempo en el que se discute, negocia y redefine “[…] la naturaleza de los sexos, sus funciones, aptitudes y destinos, el lugar que cada uno ocupaba en las esferas pública y privada y las relaciones que debían existir entre ellos […]” (2011, p. 150), como acertadamente lo ha hecho notar Florencia Peyrou siguiendo estudios de historiografía y género más o menos recientes (Laqueur 1994; Scott 1998; Bolufer 2008, entre otros). Peyrou afirma con contundencia que dentro del remarcado interés que los grupos liberales tuvieron por la naturaleza de los sexos, sus funciones y límites dentro de una nueva noción de nación, y a pesar de la diversidad de creencias, estos asumieron de manera casi unánime el discurso de género dominante (2011, p. 150) –en Europa, se entiende—.  ¿Cuál era este? Pues que la fisiología de hombres y mujeres determina su mente, sus capacidades y sus sentimientos, marcándose así una diferencia insalvable (150). De este modo, al hombre se le imagina como un individuo libre y racional, y destacado por su capacidad de iniciativa, acción y reflexión (Laqueur en Peyrou, 2011, p. 150). Resulta, entonces, que su lugar es la “esfera pública”, y su misión en la vida es trabajar, producir y elaborar leyes.

En el otro lado, la mujer es ese “otro” que confirma la individualidad del sujeto masculino (Scott en Peyrou, 2011, p. 150). Además, sus órganos sexuales, y su papel en la reproducción y lactancia, la acercan a la naturaleza y conforman “[…] una psique dominada por la sensibilidad, las emociones y la moralidad”; su lugar es lo privado, el universo familiar y su principal labor la crianza de los hijos y el cuidado del hogar (2011, p. 150). Curiosamente, un tipo de mujer de la época que no abunda en la literatura realista/romántica decimonónica; más bien ésta está repleta de mujeres “desviadas”: prostitutas (SantaLa mujer del puerto), adúlteras, madres solteras, mujeres seducidas, despechadas, locas.

En resumen, nos dice Peyrou, los liberales acometieron un torniquete entre el discurso del “[…] universalismo del individuo abstracto” y el “universalismo de la diferencia de género” (Espigado en Peyrou, 2011, p. 150). La mujer, pues, ya no era defectuosa frente al varón, sino una suerte de pieza complementaria, aunque con funciones bien definidas (p, 150). Surge el Ángel del hogar mexicano, que derivará posteriormente en otras figuras, como “la madrecita”: criatura doméstica asexuada, sumisa, abnegada, llena de dulzura, pasiva, contraparte del hombre y sólo definida en relación a él. Pero de acuerdo a estas definiciones, las novelas que vamos a tratar nos hablan de modos de ser hombres igualmente desviados: dandis, pollos, coquetones, catrines, lagartijos, jotos… Casi un zoológico de versiones de masculinidad fuera del margen del caballero liberal mexicano. Un circo de los horrores no ya sólo a la manera de las castas coloniales y sus cada vez más enrevesadas combinaciones raciales, sino a partir de una contaminación acaso más peligrosa: la del género y los límites de la clase social.

A continuación, proponemos una lectura un tanto fugaz por algunas novelas. Esto, sobre todo, con la intención de situar dichas expresiones e inquietudes viriles, nacionales –y clasistas— en otra tensión; una entre hombría/homosociabilidad (como un bien nacional) y los peligros afeminantes de lo improductivo (económicamente) y de la naciente homosexualidad –que casi se puede fechar a principios del XX— como amenaza a la nación.

José Joaquín Fernández de Lizardi, El Periquillo y los antecedentes de la cultura de género 

Ya en 1816, poco antes de la independencia, el fundador de la prensa liberal mexicana, con El pensador mexicano, José Joaquín Fernández de Lizardi, había escrito la primer gran novela homosocial mexicana. En esta, el Periquillo, un personaje nacido en buena cuna (criollo) realiza un periplo por el universo mexicano, sus clases, oficios y niveles. Se trata de un mundo de hombres en donde profesores, consejeros, maestros de oficios, y hasta los peones, borrachos y mendigos educan a Periquillo para ser un “hombre de bien”. Un hombre liberal. La homosociabilidad como estrategia de cohesión y mantenimiento de la diferencia (funcional) masculina, nace desde un mundo de redes de relaciones, acuerdos, parentescos y compadrazgos entre varones.

La estrategia, por más contradictoria que parezca (frente al liberalismo y sus promesas), consiste en reforzar los sentimientos y funciones de la diferencia racial, social, económica y de género para construir una nación desde el empoderamiento letrado de la idea de sí del criollo como sujeto masculino y masculinizado.Esto prepara la cultura de género del Porfiriato

Ya en la segunda mitad del XIX, una consecuencia clara del trazado que el liberalismo hace sobre las relaciones de género es la re-imposición de los llamados “matrimonios juiciosos” (con mujeres europeas, criollas; con adolescentes de familia bien posicionadas –aunque fueran más mestizas— o inmersas en una posible cadena de bienes). Tema que también es central en El Periquillo. Esta cuestión del matrimonio juicioso es lo que Ana Lidia García Peña (investigadora del COLMEX) llama “El fracaso del amor” en el Porfiriato. Es decir, un fallo de concordancia entre los proyectos modernizantes, los discursos reformistas, el del amor folletinesco, las narrativas de igualdad y libertad, la confección del individuo, frente a la defensa del matrimonio “por amor”. Esta autora también fecha la instauración de una normativa de protección (del hombre y su poder) al interior doméstico y sus conflictos. Ahí él es el rey y sus actos desde la posición del amo son privados.

Una situación entre dos fuegos: entre la realización individual y la tradición. El fracaso del amor desemboca, para la investigadora, en una violencia sistematizada e institucionalizada contra la mujer (y algún hombre subalterno; jardineros, choferes, ayudantes…). Esta realidad, sin embargo, también revela “otras” posiciones –de clase, género y raza—ligadas a la institución matrimonial—. Se trata de concubinos/as y amantes; actores, todos, inmiscuidos en un universo de intereses y deseos opuestos (García Peña, 2006). El matrimonio liberal es una de las re-creaciones más funcionales para el triunfo de la homosociabilidad mexicana.

José Tomás de Cuellar sus las lecciones de género, educación y economía

Tras la derrota de Maximiliano (1867) –figura que conlleva una versión de masculinidad ideseable—, México entra en un periodo de relativa paz. Los intelectuales hombres, figura reciente pero bien empoderada por un régimen deseoso de modernidad a la europea, se dedican a lo suyo: ficcionalizar la nación.  Y el proyecto de nación, que para entonces ya se alimentaba de cuestiones como “la raza de bronce” o la lógica del mestizaje, encuentra en la manifestación “popular” del proyecto homosocial, el “compadrazgo”, otro motor. Se trata de “amistades fervientes” entre los “héroes varones” de la nación (Hartog e Izquierdo, 2011). Son los que fundan clubs, logias, periódicos, empresas….

Con Ignacio Manuel Altamirano a la cabeza, nacionalismo y homosociabilidad dialogan con corrientes literarias y peligros de confusión de raza, clase y género. Altamirano practica y promueve, alrededor de la revista El Renacimiento, un liberalismo conciliador. De ahí que figuras más o menos cercanas a los ideales conservadores se situaran en un frente común: hacer(se) hombres.

José Tomás de Cuéllar. Ensalada de pollos, Los mariditos, Historia de Chucho el Ninfo

Mientras todo un arsenal de producción folletinesca se apresuro a proteger a las mujeres de los deseos e ímpetus masculinos (en la “literatura” culta más bien se tematizan las “desviadas”), autores liberales conservadores, como Tomás de Cuellar, se preocuparon un tanto más por lo que más valía: el hombre.  En Los mariditos (1890), por ejemplo, advierte a los hombres sobre el “atractivo engañoso de las mujeres”, pero también descubre un nuevo tipo social de masculinidad. Cuellar es uno de los principales representantes del costumbrismo (con sus tipos y la sublimación de clases y oficios); y este es la expresión discursiva de máxima expresión del liberalismo conservador.

Cuéllar, como otros afines, pensaba que la regeneración nacional (R.B.) del mexicano se lograría si es que a éste se le exhibían sus vicios. De ahí que defendiera los bastiones de poder masculino desde la muestra de las lacras sociales, contraponiendo un mundo de virtudes (masculinas). Ahora, lo más interesante es el nuevo tipo social masculino que Cuéllar identifica y con el que prácticamente inicia una guerra. Se trata de un tipo amenazante para los bienes y valores que el autor abandera. Estamos hablando de esos mariditos–convertidos después en “pollos” en la posterior Ensalada de pollos—; hombres de clase media baja (R.B.) que incorporan en el seno de su virilidad el “quiero y no puedo” de las sociedades de fin de siglo. Para estos jóvenes más bien pobres, pero esforzados en aparentar lo que no eran: pudientes, sofisticados, bien vestidos… poderosos…, el matrimonio se presenta como instancia de mejora y ascenso social. Lo que después será un tema casi obsesivo en la ficción mexicana del XX (más en personajes femeninos), tuvo su antecedente en lo masculino como bien económico-nacional.

Pero la crítica de Cuellar va más allá de estas “tontas víctimas” del sistema mexicano dentro de un proceso irregular de modernización. Tras su descubrimiento, captura, etiqueta y caricatura, es en el capítulo XI en donde aparece sin maquillajes sus tesis sociales. Y sus principios pedagógicos. El problema de estos inexpertos varones es que en su afán de ascenso social descuidan la educación. Actúan por impulso (R. B.). No comprenden que la clave de una sociedad liberal liderada por hombres está en la instrucción como antesala de la mejora económica; y después el matrimonio (juiciosos a su modo) como vía para formar una familia.

Cuellar enumera las 5 máximas que debían regir al hombre joven mexicano:

  1. No gastes tu juventud en los vicios.
  2. Sé en tu juventud sobrio, casto y fuerte, y serás un hombre útil y tu vejez será larga y dichosa.
  3. No te cases joven.
  4. No te cases hasta que hayas conquistado y hayas acumulado lo suficiente para responder a las nuevas necesidades que van a presentársete, y para cumplir con los nuevos deberes que vas a contraer ante Dios, ante la ley y ante la sociedad.
  5. En el uso de tu libre albedrío, puedes hacerte feliz o desgraciado; pero no tienes derecho de hacer desgraciados a tus hijos (T.P.d.C: 106-106).

Remata con lo que es el mensaje aleccionador máximo de la novela. Dentro de la corriente más universal de una filosofía del progreso, Cuéllar piensa que los valores básicos –del caballero-hombre mexicano— han de ser la inteligencia, el trabajo y el dinero. Los tres son, hasta día de hoy, los componentes esenciales de lo masculino en el seno del mercado, la producción, el intercambio y el progreso.

Ensalada de pollos (1869) representa una vuelta de tuerca de José Tomás de Cuéllar al problema de los hombres convertidos en suntuosos, afeminados e improductivos (en términos económicos y sexuales). Así, expone la historia de dos jóvenes abandonados por su padre –Pedro y Concha—, quienes se ven completamente “expuestos” a un nuevo régimen político –el del Porfiriato—. En este, más allá de los avances liberales, las clases populares se ven sometidas a ese inminente peligro: el de la pretensión social; aparentar lo que no se es para intentar subir en el escalafón de clase. Es así que los nombrados “pollos” reaparecen con fuerza, y son identificados y atacados como una nueva clase social de jóvenes que se dedican al ocio y la simulación de una vida elegante (González Romero, 2015 p. 161). La ausencia de un modelo masculino respetable conduce a estos jóvenes (hombres) citadinos del Porfiriato a la exhibición y a las calles. Una vida descontrolada y, sobre todo, altamente improductiva. Manuel Ibo, en Malditas sean las mujeres(1911): “Galantes jóvenes, pájaros de primer vuelo, ávidas mariposas de las gracias femeniles, a vosotros, a quienes la sociedad moderna ha bautizado con el nombre de pollos, a vosotros es a quienes dirijo mi pluma en este instante”. A los intelectuales liberales les preocupaba no sólo que un exceso de libertad desembocara en un desorden de clase y economía –y por tanto también de raza—, sino que una profusión de emociones sin compromiso social (González Romero, 2015 p. 164) abriera grietas y dejara entrar al campo de la gestión a sujetos indeseables para tales tareas: mujeres, hombres indígenas, extranjeros en algunos casos.

En esta ensalada el mensaje es uno y no se esconde. Cuellar advierte sobre el terrible poder de atracción que ejerce la elegancia y la sofisticación. Le preocupa, sobre todo, la aversión de estos jóvenes citadinos a los oficios tradicionales, productivos, marcados por un esencialismo de clase en donde el zapatero es zapatero y el panadero, panadero. La mujer, guardiana de su casa o, en su defecto, lavandera, dependienta u otros oficios bien delimitados por una sociedad de servidumbre post-colonial y post-bélica.

Los pollos buscan oficios de “cuello blanco”. Oficios para los que no estaban del todo preparados, pues la lógica decía que debían de permanecer en el sistema de trabajos (y castas) aún heredado del sistema colonial: carniceros, alfareros, herreros, artesanos… En la nueva lógica comercial de bienes de lujo y consumo de ocio, los pollos pasaron a ser ayudantes de sastre, dependientes en grandes almacenes, perfumeros, etc. Cifraron su energía de vida en la vestimenta-apariencia; una aspiración de ascenso de clase y abandono de las clases populares. En la novela de Cuellar lo interesante es la tematización (o encarnación) del discurso de la ley de género del proyecto liberal. Concha, la mujer, es sancionada por aceptar regalos y un bienestar traicionero ofrecido por hombres de clases más altas. El deber al que ella estaba faltando era el del matrimonio dentro de los lindes de su condición.

El caso de su hermano, Pedrito, pollo convencido, es otro. Su error es abandonar el trabajo esforzado –y por ende productivo para la economía nacional— en pos de una vida “elegante” (González Romero, p. 166), que el autor juzga como “femenina” y sin sentido. Pedrito sólo necesita un sastre para poder conseguir un trabajo como “escribiente” para un general liberal, por poco que supiera escribir bien. Es algo así como el antecedente del “Godín”. En la novela, sus labores profesionales poco importan –y más bien pocas veces logra cumplirlas—. El cumplimiento está en la imagen. Cuéllar habla “alto y claro” hacia el final de la novela; dice que “[…] esos barbados, musculosos y sanos, vendedores de encajes y chucherías, de listones, de terciopelos y de cigarrillos” abandonen el comercio y se dediquen a “trabajos dignos del vigor masculino”, dejando los mostradores “para que sirvan de parapeto a la virtud de la mujer” (Cuéllar en G. R.: 166).

En 1871, con la Historia de Chucho el Ninfo, Cuéllar daría su golpe final a los jóvenes interesados por la movilidad de clase basada en la apariencia. Chucho, un afeminado pollo o lagartijo, versión porfirista del internacional “dandy”, y que se concibe a sí mismo como un ninfo, es el indeseable producto de eso que Lizardi ya había augurado en su Periquillo; que era peligroso dejar la crianza de los hijos varones a las madres (solamente). Estas terminaban por pervertir los caracteres masculinos. La verdadera hombría nacional sólo podía darse en los diferentes grupos, logias, clubes y grupos homosociales, pero sin confusión de clases. El valor más certero de una nación es la diferencia social; y los hombres educando a hombres. Una versión exagerada y chocante del “Dandy” del Porfiriato eran esos lagartijos; varones en extremo suntuosos, que solían pasearse por la “Calle de Plateros”, o como se le conocía popularmente, la “avenida de los Hombres Ociosos”.

Descritos por Cuéllar (en Ensalada de pollos) como portadores “sombrero de jipi de ala microscópica y piquitos limítrofes y cintas multicolor; peinado de castaña lo más abultado posible en la región del cogote; onditas melancólicas sobre la frente, clavitos errantes al nivel de las orejas, bigote retorcido en cola de alacrán, cuellos espejeantes hasta más arriba de las orejas, corbata tornasol o cuando menos de siete colores, zapatos amarillos con punta de alfiler, pantalón angosto cual funda de paraguas, saco rabón cintado coquetamente para lucir el flexible talle”.

José Roa Bárcena y la utopía liberal de La Quinta Modelo (1857) 

La Quinta Modelo (1857) de José Roa Barcena, surge en plena crisis de la promulgación de la constitución. Barcena, otro conservador, presenta una sátira de un diputado que pretende instaurar un falansterio fourerista[1]en su finca; de esta manera, buscó mostrar los vicios a los que llevaría la sociedad liberal y su obsesión por la igualdad, la libertad y la repartición de los bienes (González Romero, 2015).

En esta novela se dejan entrever las intenciones cívicas y políticas del autor, sobre todo en términos de la firme creencia de que sólo por mediación de la Iglesia el pueblo podría realmente liberarse. Desde esta premisa construye la desaforada figura del liberal Gaspar Rodríguez. El problema esencial por el que falla su proyecto es la incomunicación con los peones; y también la obstinación de su mujer por mantener las clases sociales. La iglesia termina interviniendo para detener el proyecto y salvar a los habitantes.

Como novela de instrucción o educación social, la sátira distópica de Roa Bárcena recupera el propósito educativo del neoclasicismo (González Romero, 2015, p. 161); y es rica en ejemplos económicos en su afán de burla del proyecto liberal. Gaspar Rodríguez es un hombre empedernido –naturaleza atribuida a los liberales radicales—. En la crítica de Roa Bárcena no sólo intervienen elementos políticos, sino que en la desmesurada construcción de Gaspar Rodríguez también hay una crítica a la masculinidad. Un tipo de hombría en proceso de descomposición en este caso por el exceso de sensibilidad; por la incapacidad para controlar los sentimientos. El nuevo México no necesita héroes sociales atormentados y pasionales.

En la utopía de Rodríguez se ensaya un modelo democrático (de nación) en el cada quien se hace responsable de su propia producción y se suprimen los castigos corporales (González Romero: 164). El peligro de la confusión de género conllevaba una confusión de clase. Por ello, lo que a Roa Bárcena en verdad parece inquietarle es la disolución de la dialéctica amo-esclavo; una de los bienes heredados del sistema colonial para “hacer nación”.

Pero la crítica de género de Bárcena va más allá. No sólo ha de mantenerse la relación esclavista, ya que los trabajadores no sabrían auto-administrarse o representarse a sí mismos, sino que el hombre mexicano (criollo-mestizo, se entiende) debe funcionar bajo un esquema tradicional de paterfamilias; un hombre apegado al hogar, a la herencia, a la administración de bienes y subalternos. Aunque, eso sí, caritativo con los peones; protector. Ignacio M. Altamirano, el máximo artífice de una literatura nacional, se ubica en el extremo reformista del liberalismo, pero en su obra obras también se deja ver la tensión entre los valores tradicionales, los modernos y nuevas formas de masculinidad. La ansiedad ante un cambio de sistema de género. No hay que olvidar que Altamirano, como Roa Bárcena o José Tomás de Cuellar, nació en un momento de inestabilidad y caos político, de ahí que su literatura insista en algún tipo de orden, sea en un extremo u otro; y se haga cargo del sistema sexo/género mexicano como una tarea primordial.

En una de sus novelas más conocida, Clemencia (1869), situada en la Guerra de intervención (1863) con la que daría inicio el Segundo Imperio, el romanticismo es la vía de exaltación del proyecto liberal. Las tensiones nacionales se ven encarnadas en un triángulo amoroso, en cuyos extremos se sitúan dos modelos de hombre; dos soldados del ejército liberal en disputa, uno de los cuales termina apareciendo como traidor de la patria. La novela narra la competencia entre dos comandantes por el amor de Clemencia. Uno, Fernando Valle, un hombre poco agraciado y de modales ásperos. El otro, Enrique Flores, representa los valores del caballero suntuoso (cercano a Maximiliano), la belleza y la gallardía. Tras una serie de desencuentros, como bien debía conllevar una trama romántica-bélica, es Valle, con todo y su aspereza, quien más fiel resulta al proyecto liberal; a la nueva idea de nación. Flores, en cambio, escondía la corrupción debajo de la apariencia de varón del Antiguo régimen. En este caso triunfa el individualismo masculino áspero y sin adornos como modelo; este descuida las formas, pero es más confiable, real. La labor de la mujer es ir trabajando esa pieza bruta con los años.

Valle, como muchos de sus contemporáneos liberales, sabían que los antiguos elementos suntuarios, en los cuales se habían depositado los valores del hombre, debían ser reemplazados por la sobriedad, la aspereza y la mesura. Los bienes heredados ya no hacían valer al “nuevo” hombre. Ahora había que demostrar que se era merecedor de estos; y que se valía para administrarlos. Las emociones del hombre liberal tenían que “economizarse”; y ante todo mostrar pragmatismo y fuerza de voluntad (González Romero, 2015, p. 163). Esta cuestión no dejaba de ser contradictoria; ¿cómo dentro de un aparente proyecto de libertades el hombre debía seguir una serie de pautas? La modernidad liberal, en pos de mantener los poderes dentro de los lindes del hombre y sus redes homosociales, creó una serie de controles sobre la sensibilidad, apariencia y el perfomance viril.

En el caso de Clemencia, el mensaje para la mujer es uno y claro: algo esconde el caballero suntuoso, llamativo, capaz de competir con la mujer en belleza y atavíos –el dandi, el pollo, el lajartijo…—. En la novela, Clemencia le advierte a su amiga Isabel sobre la falsedad de Flores –quien extiende una petición de matrimonio apresurada— frente a Valle, quien se declara tarde, tímido y con aspereza; en voz de Clemencia: “Los hombres encogidos como él cuando se deciden a declararse, tiemblan […] pero puedes creerles… toda esa timidez revela la pureza de un sentimiento que no sabe fingir” (Altamirano, 1990: 104). Para Altamirano el circo de variedades masculinas del Porfiriato entraña un problema; el de la falsedad y la simulación.

 

El nacimiento de la homosexualidad y otros problemas de género en el cambio de siglo

En noviembre de 1901, aparecieron una mañana en la prensa una serie de notas escandalosas sobre una redada en una casa elegante y porfiriana casa del centro de la Ciudad de México. Las notas hablaban de otras figuras de masculinidad que ya para inicios del nuevo siglo resultaban completamente “desviadas”, “anormales” e “intolerables”. Se trataba de lagartijos, pollos, jotos, coquetones y travestidos en un baile desmedido. La cuestión más llamativa, además de la total desviación del proyecto masculino liberal-conservador era la confusión de clases.

En el baile, caballeros, pollos y lagartijos bailaban con travestidos; unos y otros pertenecían a distintas clases sociales. Y en realidad eran 42. El 1 quitado era el mismísimo yerno de Porfirio Díaz, conocido homosexual que había sido casado “juiciosamente”, según la normativa liberal-conservadora, y siguiendo las reglas de color de piel, procedencia y posición económica, con la hija del mandatario (Izquierdo y Hartog, 2011, p. 7).

Los 41 que no eran de las clases elitistas fueron expuestos al escarnio y la humillación públicos; puestos a barrer calles de la ciudad vestidos de mujeres y después a realizar trabajos forzados en plantíos de henequén en Yucatán. Los 41 de las élites fueron borrados del mapa público y confinados a sus labores de hombres en los protegidos terrenos del matrimonio o los puestos de servicio estatal.

José Guadalupe Posada dijo:

Hace aún muy pocos días
Que en la calle de la Paz,
Los gendarmes atisbaron
Un gran baile singular.
Cuarenta y un lagartijos
Disfrazados la mitad
De simpáticas muchachas
Bailaban como el que más.
La otra mitad con su traje,
Es decir de masculinos,
Gozaban al estrechar
A los famosos jotitos.
Vestidos de raso y seda
Al último figurín,
Con pelucas bien peinadas
Y moviéndose con chic. (Lara, 2016)

Otros tantos mecanismos de control que se impusieron para abogar por un ideal de hombre contenido en apariencia y finanzas, sobrio y menos expresivo de sus sentimientos, se pusieron en marcha desde proyectos de los pedagogos nacionales: José María Luis Mora, Lerdo de Tejada, Justo Sierra y el mismo Benito Juárez.Y estos funcionaron desde manuales de urbanidad y buenas maneras, la confirmación y defensa de las logias liberales, la construcción de las universidades y colegios, desde la sublimación del deseo “homosocial” y la militancia de padres, maestros, sacerdotes y consejeros.

Referencias

Altamirano, Ignacio (1990), Clemencia, México, editores mexicanos unidos.

Bolufer, Mónica (2008), Mujeres y modernización: estrategias culturales y prácticas sociales (siglos XVIII-XX), Madrid: Instituto de la Mujer.

De Cuellar, José (2017), Historia De Chucho El Ninfo y Los Sureños, México, Penguin Classics.   

De Cuellar, José (2015), Ensalada de Pollos y Baile Cochino, México, Editorial Miguel Ángel Porrúa.

Fernández, José (1990), El periquillo sarniento. Argentina, México, Editorial Miguel Ángel Porrúa.

García, Ana (2006), El fracaso del amor. Género e individualismo en el siglo XIX mexicano, México, El Colegio de México/Universidad Autónoma del Estado de México.

González, Martín (2015), “Literatura y masculinidad en la primera modernidad mexicana: Apuntes de investigación en torno a tres novelas del México independiente”, Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género, núm. 1, año 1, pp. 157-169. Recuperado de https://estudiosdegenero.colmex.mx/index.php/eg/article/view/21/21.

Izquierdo, Jorge y Hartog, Guitté (2011), “Mestizaje, homoerotismo y revolución. Una trilogía de masculinidades mexicanas”, Estudios de masculinidades, vol. 9, núm. 1, s.p.

Laqueur, Thomas (1994),  La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los grie­gos hasta Freud, Madrid, Cátedra.

Lara, Vonne (2016), “La famosa redada del -Baile de los cuarenta y uno-. Hipertextual”. Recuperado de https://hipertextual.com/2016/10/baile-de-los-cuarenta-y-uno-mexico

Peyrou, Florencia (2011), “Familia y política. Masculinidad y feminidad en el discurso democrático isabelino”. Historia y política, núm. 25, 2011, pp. 149-174.

Scott, Joan (1990), “El género, una categoría útil para el análisis histórico”, en Marta Lamas (comp.), El género, la construcción cultural de la diferencia sexual, México, Editorial Miguel Ángel Porrúa.

 

[1]Los falansterios eran comunidades rurales autosuficientes, que serían la base de la transformación social. Los falansterios se crearían por acción voluntaria de sus miembros y nunca deberían estar compuestos por más de 1.600 personas, que vivirían juntas en un edificio con todos los servicios colectivos. Todas las personas serían libres de elegir su trabajo, y lo podrían cambiar cuando quisieran.

 

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